La noche fotográfica

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En lo más lejano de mi memoria hay oscuridades nocturnas anteriores a la omnipresencia de la iluminación eléctrica. Recuerdo bombillas débiles en algunas esquinas y lámparas con pantalla metálica colgando de cables tendidos a través de las plazas, moviendo juegos de grandes sombras y claridades rojizas cuando las agitaba el viento en las noches de invierno. Recuerdo ir bien abrigado en brazos de mi padre, una bufanda de lana picante tapándome la boca, y sentir vértigo al doblar el cuello para mirar el cielo inundado por muchas más estrellas de las que he vuelto a ver nunca, vibrando en el fulgor de niebla de la Vía Láctea. En otra época, muchos años después, el fotógrafo Ricardo Martín captó la luz de las bombillas en alguna de aquellas esquinas, todavía intocadas, en los mismos lugares donde yo había jugado de niño, donde los niños nos quedábamos jugando hasta bien entrada la noche, hasta que las madres se asomaban para llamarnos porque la cena estaba preparada. En esas plazuelas tan bien provistas de sombra nocturna, tan limpias todavía de faros y motores de coches, el fin de la claridad del día traía consigo el momento de contar historias: cuentos de aparecidos, rumores sobre la presencia de una fraternidad de tísicos que se alimentaban de sangre fresca de niños, de la Tía Tragantía o del Hombre del Saco, al que en nuestra tierra llamaban también el Tío Mantequero. Había un cierto portal de una casa desierta al que la luz de la esquina no llegaba, y en el que era posible que se agazapara una bruja. El desafío era armarse de valor y cruzar a solas la zona de negrura, cantando para darse ánimos:

Ay qué miedo me da
De pasar por aquí,
Si la bruja estará
Esperándome a mí

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Metrópolis. Fotografía de Antonio Becerra García
Metrópolis. Fotografía de Antonio Becerra García